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jueves, 17 de octubre de 2013

El Basculamiento de Betty - ABSOLUTO - 10 de febrero 2009 - Colectivo del Uno

  

Son las cinco de la mañana, del 6 de octubre de 2008. Duermo profundamente en mi apartamento de St.-Jean-sur-Richelieu en el gran suburbio de Montreal, en Quebec.


Duermo, pero vivo paralelamente un trastorno monumental. Desde mi más tierna infancia, mi proceso de despertar matinal se produce en dos tiempos. Primeramente, tomo consciencia de mi hábitat interior, luego, pido a mi cuerpo que se active, que se despierte. Todo se desarrolla en algunos segundos. Paso cada mañana por esas dos fases de arranque según un mecanismo bien engrasado que forma parte de mí y estoy completamente a gusto con este proceso. Pero esta mañana, todo va al revés. Mi proceso de despertar no responde ya, trato de darme cuenta de mi hábitat interior y del despertar mi cuerpo, pero algo me mantiene en el interior, algo impide el despertar del cuerpo. Por lo tanto, soy plenamente consciente, pero no llego a abrir los ojos. Siento un gran malestar, como si me asfixiara. “Ya está”, me digo, “estoy muriendo, me falta el aire, tengo una crisis cardíaca”. Estoy en vísperas de fallecer, pero no siento ningún pánico, soy capaz de medir la intensidad, acepto esto tranquilamente y me dejo ir. Me dejo deslizar y abandono sin remordimiento todo lo que fue mi vida, mi cuerpo, todo lo que era Betty.


Siento cómo un gran remolino que parte de los pies para llegar a la cabeza, es la constatación de un proceso que se instala, una invitación a salir de mi cuerpo, a abandonarlo. Estaba dispuesta a hacerlo y reconocía esto fríamente como la llegada de la muerte.

Hacía ya un mes que estaba en este estado de mentalidad, miraba las cosas producirse a mi alrededor y tenía la voluntad de no actuar, de dejar hacer, estaba dispuesta a aceptar todo tal cual, esto no tenía importancia, era como un ras-le-bol (parada) general, no me sentía concernida por nada. Comenzaba a comprobar que yo misma me había equivocado, me decía: “¿no funciona mi historia? ¿Qué sigue? Nada funciona, pero me lo tomo a broma y lo que pase luego no tiene importancia.”

Estaba en una actitud de aceptación total, estresada, extremadamente fatigada y tenía sin cesar sensaciones de ahogo, como si sufriera una presión en la base del cuello justo en la parte superior del esternón.

En el instante en el que me dejo deslizar, me encuentro de pie al lado de mi cama y mirando mi cuerpo sufrir.

Tengo convulsiones y me digo: “¡esto no es posible, sufrir así!”. Veo esa cosa que se sobresalta y sufre a mi lado, pero no lo asimilo, no siento ninguna emoción, simplemente miro. Entonces he aquí, es simple: estoy muriendo y lo acepto sin pánico, me abandono a la muerte de forma serena, ninguna lucha, ninguna protesta, nada, solamente la observación de una situación. “¡Vamos! ¡Estoy lista!”

El decorado cambia precipitadamente: observo dos mí-mismas haciéndose frente alrededor de la mesa del comedor. Una está de pie, la otra sentada.

Resumo: está mi cuerpo que está tumbado en mi cama y que sufre, está la primera yo, que observa este cuerpo y al mismo tiempo miro otros dos yo, que se hacen frente en el comedor.

Somos cuatro que intervienen al mismo tiempo, un yo que juega el papel de pivote y que percibe, un cuerpo que sufre, un yo que es todo emoción y un yo que es racional y autoritario, y todo en una percepción global, todo forma parte de mi. No es un observador quien toma distancia, no, todo está incluido y al mismo tiempo es distinto e identificable.

El yo emotivo y el yo racional eran ambas facetas de mi personalidad desde hace tiempo. Cuando el yo emotivo sufría demasiado, cuando había peligro de destrucción comparado con las pruebas sufridas, el yo racional tomaba cartas en el asunto, efectuaba los cambios de golpe para que todo volviera a ser soportable hasta la próxima crisis del yo emotivo.

De nuevo, el yo racional intervenía entonces para hacer los cambios, las rupturas necesarias y colocar todo en orden. Hice esto toda mi vida: “Sufres y hay peligro de desequilibrio, vamos a cambiar de entorno, vamos a cambiar de espacio, de trabajo, de amigos, etc. “Cuando hablo de sufrimiento y de peligro de desequilibrio, hablo de acontecimientos que habrían podido desestabilizarme hasta un punto en el que me vuelvo no-funcional, hasta un punto en el que tengo que ser encerrada en un instituto. Toda mi vida hasta el Basculamiento me quedé sobre esta línea, en equilibrio entre mis mundos y lo que se podría llamar la razón.

El yo pivote mira al yo emotivo y comprueba una gran concentración de dolor. El yo emotivo se queja:

“¡No puedo buscar más siempre saber quién soy y no tener éxito jamás!” Muchas lágrimas, un dolor intolerable: “estoy sola, nadie se ocupa de mí, la infancia fue difícil para mí, pero sobreviví y esto continúa todavía, este encarcelamiento a pesar de mi encarnizamiento que quiere sacarme de ahí. ¡Jamás tendré éxito!”

Hay muchas emociones y sinceridad en esta acta, había buscado honestamente quién era, había probado todo y nada marchaba, me sentía completamente vacía, vivía una sensación grande de estrés, una sensación de dolor inmenso, de ahogo en la base del cuello. Había tratado mediante mis lecturas y mis búsquedas esotéricas, de curar los sufrimientos de la niñita piadosa que me habitaba desde hace tiempo y comprender por qué vivía en varios mundos a la vez. El acta de fracaso era abrumadora. Era el último agotamiento.

El yo racional, levantado frente al yo emotivo que está al otro lado de la mesa, le apunta con el dedo y le dice:

“¡Cállate! ¡Deja de compadecerte! ¡Ya basta!” Y avanza amenazador. Hay una exasperación, casi una violencia en su voz: es una orden.

El yo racional, era la parte de mí que encontraba soluciones, el combatiente que se dominaba en dos segundos. Ya, siendo pequeña, cuando era desgraciada, era el que erigía las barreras, el que me construía un santuario interior donde nada ni nadie podía alcanzarme.

Era mi mecanismo de supervivencia que me decía cuando era demasiado doloroso: “nos vamos, no nos quedamos ahí, es peligroso para ti”. En este punto, veía todo mi sistema funcionar, todo era yo, pero recortado de modo que comprendía quién era, cómo estos mecanismos se colocaban y esta percepción total era completamente nueva para mí. El yo pivote mira el cuerpo agitarse dolorosamente y se dice: “ya está, el cuerpo va a morir, no va a soportar esta experiencia”, y curiosamente no se siente concernido.

El yo emotivo está agotado, forzado hasta el fondo, sin fuerza, sin reacción; la goma que le permite volver a la calma es alargada al máximo, cerca de la ruptura, está al borde de la pérdida de control. Está tan aterrorizado por las órdenes dadas por el yo racional que se empequeñece. Tengo la sensación de que mi cuerpo disminuye y percibo mi incapacidad para reaccionar.

Ahora mi cuerpo mide sólo cerca de 20 centímetros, no tiene más fuerza, se hace como gelatina, se cae al suelo y se golpea la cara contra el suelo de madera. Oigo el ruido de la cabeza que golpea el suelo en un sonido opaco.

Sé que el yo emotivo fue demasiado lejos, que no hay ninguna solución para volver atrás y repetir mi mecanismo de supervivencia, todo va a romperse. El yo racional me dijo emotivo: “muere, no quiero verte más, no soy capaz de soportarte más. “A estas alturas, el yo emotivo desaparece y la sensación de estrechamiento del cuerpo es extremadamente dolorosa, el yo racional está matando al yo emotivo. Es infernal de soportar.

Abandono, dejo las armas, sabiendo que es el fin; siento a la muerte invadirme. Es la segunda sensación de muerte, la primera era únicamente física, mientras que ésta es emotiva. La que fallece es la persona que sufría, que quería dirigir, que quería sobrevivir cueste lo que cueste y que no se dejaba imponer de ningún modo. Es la que pasaba las cuentas con Dios. Al mismo tiempo moría también la niñita piadosa que aspiraba sólo a la paz, la parte intocable, la parte de mí misma a la que preservaba y a la que nadie podía alcanzar.

Yo misma acabo de suicidarme, vuelvo la espalda lo más posible, mi cuerpo se vuelve cada vez más pequeño, se hace como gelatina y mi cabeza golpea el suelo en un ruido sordo y opaco, como dos camiones que entran en colisión frontal, el yo emotivo se disuelve, arrastra al yo racional, todo el sistema está roto: no soy más.

Cuando hablo de la muerte de la niñita piadosa, es ade la muerte de lo que hay más íntimo, de lo más auténtico en mí misma, es mi última muralla, mi última defensa.

Siento que me disuelvo, es el último soplo de Betty, abandono totalmente y me digo: “¡es el fin!” Me siento pesadamente aplastada.

Es el fin de mi personalidad, de mi yo, del centro que pensaba ser.

Y ahí todo bascula: no hay más yo emotivo, más yo racional, más cuerpo que sufre, justo una consciencia total. Voy al salón y me asfixio de alegría, grito: “¡soy esta alegría!” Tengo dificultad en contener este estado maravilloso. Miro al exterior y siento al universo, la luz me penetra. Soy lo que veo pero también el aire que respiro.

Ahí, soy consciente de que lo que siento es enorme, al límite de lo soportable, es un poco como cuando se toma una bocanada de aire demasiado fresco, pero es amplificado mil veces y esto no para y grito: “¡soy esta alegría, soy lo que veo, soy el aire que respiro, soy la vida que está en movimiento, soy esta corriente!” Y no puedo quedarme en el sitio.

Cuando digo: “siento el universo”, esto quiere decir que nada es diferente de mí, experimento la Unidad, todo lo que veo es yo, todo es pleno, todo lo que es vibración no está más en el exterior, es yo.

Me desplazo, estoy en movimiento como este flujo que me atraviesa, no puedo quedarme en el sitio.

Es paradójico de explicar, todo está en movimiento, soy todo, pero todo es tranquilo y en paz, nada me perturba.

Soy consciente de que ya no soy un cuerpo, ya no soy este paquete limitado: mi pequeño cuerpo de nada, en absoluto puede contener esta energía fenomenal. Es por eso que me muevo, por qué estoy en movimiento; es demasiado poderoso para que pueda quedarme quieta. Compruebo que no podré guardar esta energía dentro de mi cuerpo, todo va a explotar.

Ahora veo mi cuerpo de una edad de cerca de 30 años, vestido relajado en vaqueros, sentado en una pequeña silla de escuela, la cabeza inclinada sobre el lado derecho. Tiene los ojos abiertos, pero están sin vida, como los ojos vítreos de un muerto. Está menos vivo que una planta.

Es como si contemplase una estatua de mi misma. Afortunadamente que está encajado en una silla porque sin esto, caería, no puede hacer nada por él mismo.

Me dirijo a él diciendo: “estoy tan contenta de verte, tan contenta de no estar ya asociada contigo, tan contenta de no ser ya responsable de ti. “Me adelanto hacia mi cuerpo y lo toco, siento que está vivo, y funciona, pero no estoy asociada ya con él: lo veo, pero ya no es mío. Compruebo que yo misma me equivoqué; pensaba que era este cuerpo del cual todo se iba, cada pensamiento, cada acción, pero esto no era verdad, era un robot que yo programaba a merced de mis pensamientos.

Es asombroso para mí comprobar cómo esta criatura estaba por fuera de mí, como si hubiera salido de una especie de robot. Comprendo perfectamente su función.

En el espacio de un segundo, doy la vuelta a la situación. Soy consciente de mi cuerpo tumbado en mi cama que se sobresalta y sufre, soy consciente del yo racional y del yo emotivo, pero no soy más esto, el yo pivote emergió y se transformó en esta vasta consciencia, la percepción es directa, ningún pensamiento para clasificar todo, y directamente compruebo que no puedo soportar esto y grito: “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡! ¡!” Soy este grito, no soy mi cuerpo que aúlla con espanto, soy el grito en toda su amplitud, en toda su vibración.

Lo que digo es que soy la voz, soy la totalidad del que me rodea, no tengo límites: si dirijo mi consciencia sobre algo, soy esta cosa, estoy unida con todo. Es irreversible, la antigua Betty no existe más, mi antiguo modo de funcionamiento se apagó y estoy experimentando algo radicalmente nuevo. Por este grito, el antiguo mecanismo trató de reanimarse, pero nada más marchaba, mi antiguo sistema de pensamiento está roto para siempre.

Miro de nuevo mi cuerpo sobre la silla, compruebo que está inerte, que no hace nada por sí mismo y veo hasta qué punto la locura nos empuja a torturar a esta cosa a merced de nuestras alucinaciones, a merced de nuestras construcciones mentales. El cuerpo es neutro, no tiene estados de alma y no soy un cuerpo: soy todo y soy íntegramente consciente de eso desde los trescientos sesenta grados de mi nuevo campo de visión.

Constato cómo proyectaba todos mis estados de alma sobre este cuerpo que torturaba por medio del deseo y que creía que era yo: era el campo de juego del mental.

Me paseo de nuevo por el salón, porque hay movimiento perpetuo, nada es estable, nada sobre lo que detenerse, todo se mueve, todo vibra constantemente. Ahí, los muebles desaparecieron. Veo las paredes y el techo hechos de una materia esponjosa azulada y viva. De hecho, no veo como usted podría ver con sus ojos, constato y soy, y todo esto sucede de segundo en segundo, como pequeñas secuencias que nacen y mueren. Soy consciente de que no veo ya de la misma forma. También trato de hacer hablar al cuerpo y entiendo como un eco, como una voz distorsionada, ininteligible. La visión cambió, el sonido de mi voz no es percibido ya y ya no soy mi cuerpo, todo está bien, nada me afecta, ningún pánico me borda.

Compruebo que el mundo de la forma no es obligatorio, que el mental condiciona la visión. Cuando el mental es extinguido para siempre, la visión cambia. El mundo de la dualidad es un mundo agotador, el mental procura siempre nombrar, comparar, reconocer, jamás se para, quiere siempre más, jamás está satisfecho, es un movimiento incesante. Ahora veo lo esencial más allá de la forma.

Miro las paredes azuladas que se borran suavemente, el apartamento desapareció, estoy fuera, inundada de luz, inmersa en un dulce calor. Tengo delante de mí una cadena montañosa y sobre el flanco de una de ellas veo desfilar en un color descolorido, como una acuarela, el holograma de los acontecimientos de mi vida. Las imágenes están plenas de vida, forman parte de mí pero no me atañen en el plano emotivo. Me siento unida con este holograma, pero no me siento concernida.

Mis sentidos se reúnen y se hacen una única percepción. Mis sentidos no están ya divididos: soy el sonido, el color, la forma, nada es limitado, todo es pleno, completo. Avanzo suavemente con ligereza, me siento libre y en paz.

Cuando eres el todo, no puedes no sentirte en paz; no tienes más deseos, más miedos, no puedes comprender que algo pueda estar separado de ti.

Vuelvo cerca de la cama y veo mi cuerpo dormir apaciblemente, más estrés, más dolor. Acabo de bascular y en este nuevo estado, continúo mi experiencia. Me encuentro sobre un camino en el campo y veo una pequeña panadería; es por la mañana, temprano. Siento el olor del pan que flota en el aire. Entro en la tienda y veo que hay personas que hacen cola para ser servidas. Adelanto a todo el mundo y digo: “yo soy la primera” riéndome, para bromear.

Me vuelvo y veo a un hombre, el Jesús de mi infancia, una túnica larga, los ojos azules fluorescentes y la barba. No veo más que sus ojos. Su mirada toma todo el espacio y siento mi antiguo concepto de todo el amor del mundo, este deseo de búsqueda del amor infinito. La niñita piadosa se siente humilde frente a esta fuerza, esta pureza, esta belleza, esta imagen de Dios. Jesús me mira, me sonríe y desaparece suavemente en la luz. Siento que con esta desaparición, un ejército de personajes místicos desaparecen igualmente de forma definitiva.

Toda la iconografía religiosa, todos los conceptos desaparecen para siempre de manera suave.

Una dama en el mostrador me dice: “he aquí sus panes.” Me siento molesta, tengo la impresión de haber tomado el sitio de algún otro. Me responde: “¡pero no, está ahí para ti!” Y me da los panes. Me tiende la mano y le doy lo que está en la mía: un corazón de chocolate negro. Miro al exterior, es inmensa la parte exterior y tan atrayente.

Humilde ante esta experiencia, me siento como que no la merezco. ¿Porqué yo? ¿Porqué no otros? Me siento indigna de vivir esta experiencia, pero la panadera me confirma que estoy en mi sitio y que soy muy digna de vivir esto. A cambio, le doy un corazón de chocolate, lo que simboliza todas las búsquedas de placeres en el sistema de pensamiento egótico. Podría bautizar este corazón “Epicuro”. A cambio de los panes que simbolizan el conocimiento, el estado natural, la vida, doy mi corazón de chocolate nombrado Epicuro.

Y ahí, miro al exterior, es ilimitado, todo es completo, todo es perfecto y soy esto.